Por: Karen Ponciano Castellanos
Desde hace un par de años, gracias a una amiga y colega, las reflexiones de geógrafas feministas sobre las relaciones entre espacio, el cuerpo y el género me han abierto heridas aún no resueltas sobre cómo nos construimos como sujetos sociales. Este texto es un pequeño reflejo de tales cuestionamientos. ¿Por qué hacerlo público? Es una pregunta válida pues estas cuestiones las hemos discutido en círculos cerrados, pero, por diversas circunstancias, los espacios de encuentro abiertos han sido limitados.
Quisiera compartir una reflexión sobre las violencias de género (que incluye al acoso sexual) a partir de dos puntos que se han abordado en diferentes plataformas: el primero, considerar el acoso sexual en el marco de las violencias estructurales; el segundo, el papel de la construcción de las masculinidades en la reproducción de las violencias de género.
Violencia de género, capitalismo y colonialismo
Cuando decimos que la violencia de género hay que analizarla desde una perspectiva multidimensional es porque combina una dimensión política, una estructural y una relacional. No puede aislarse una variable de la otra. La dimensión política ubica la violencia en las relaciones intergenéricas como parte del pacto social, mismo que esconde un contrato sexual implícito. No es fácil desmontarlo por la dimensión estructural del fenómeno y la desigualdad social que lo sustenta. En este sentido, no podemos enfrascarnos en enfoques individualistas: las relaciones desiguales de género no son “naturales”, tienen historia, como diría Joan Scott. Por ello, no podemos dejar de considerar la dimensión relacional: hacer visibles tanto el juego de poder como las asimetrías en las relaciones interpersonales. Sin embargo, ninguna de estas dimensiones es absoluta o independiente. Las tres se conjugan y están en constante movimiento. Por eso mismo, cuestionar nuestros privilegios es un ejercicio urgente: violencia es también aquella que oculta, reduce y hace de menos otras vidas. Violencia es no reconocer socialmente la existencia de otrxs.
Retomo aquí las contribuciones de las feministas decoloniales que, al hacer una revisión histórica de los feminismos, se preguntan cuándo, cómo y por qué los feminismos se desplazaron del discurso de la liberación y/o emancipación hacia el discurso liberal de los derechos. El discurso de la liberación/emancipación de las mujeres englobaba también, en determinado momento histórico, un proyecto de descolonización.
Lo que intentan plantear las feministas decoloniales es una crítica sobre cómo, por ejemplo, mientras a mediados del siglo pasado muchas luchaban por el derecho al aborto en países donde éste aún era un crimen, en las otrora colonias africanas (pero no únicamente ahí) se impuso una invasiva forma de contracepción a mujeres -que incluía la esterilización forzada-. Para ellas, los procesos de dominación de los cuerpos de las mujeres son inseparables de las políticas de racialización que tienen, precisamente, un componente estructural. Cuando hablamos de violencias sexuales se asume, a veces, que las desigualdades horizontales son independientes de las desigualdades verticales, cuando justamente el sistema capitalista en las diferentes modalidades asumidas, se funda en la inclusión de unas y la exclusión de “otrxs” (ésxs “otrxs” siendo los/las indígenas, las mujeres, gays, trans y todas las personas que no se conforman a la norma).
Para acercarse al tema pareciera que, en el ámbito mediático, se toma solamente como punto de referencia a la expresión del feminismo de la igualdad, cuando los feminismos negros, indígenas o decoloniales ya han sido, desde hace más de veinticinco años, muy claros en decir que concentrarse en el patriarcado solo en términos de igualdad no soluciona cómo la desigualdad que viven a diario las mujeres –en plural- está atravesada por una profunda asimetría social, y que, una y otra, no son reductibles.
Como escribíamos hace unos años en Degénero Colectivo, “el género es una matriz de poder, explotación y opresión, funcional al desarrollo del capitalismo y que, en países como Guatemala, no puede desconectarse de la configuración del racismo y el clasismo imperante en todos los estratos socio-culturales”. Los feminismos han mostrado cómo el cuerpo de las mujeres se ha concebido para ser consumido por el sistema. De otra manera, no se explicaría por qué la trata es el segundo negocio más lucrativo del mundo.
Personalmente pienso que cuestionar qué es o no es acoso, no es una discusión productiva. Al considerar aisladamente la diferenciación entre “halago” y “acoso” no abordamos, en realidad, el fondo del problema. Si sólo se piensan estas categorías desde el paraguas de la igualdad formal y la libertad individual, solamente estaremos reproduciendo el sistema. Si, al contrario, la violencia se analiza a partir de la posición que ocupan las mujeres y lxs “otrxs” en su cotidianidad, reflejaremos cómo la asimetría de poder no es una situación específica sino, más bien, un fenómeno social. Este sistema no se sostendría sin el trabajo, sin el consumo, de los cuerpos de las mujeres ni de aquellas/os consideradas/os como “otrxs”; ni tampoco sin la reproducción de las condiciones de desigualdad a todos los niveles.
El capitalismo es una máquina que funciona, dice Françoise Vergès (2017), por y a través del agotamiento de los cuerpos. Esto no es una cuestión individual, es una condición sine qua non de la expoliación continua. La ecuanimidad que nos piden a las feministas ya sea en el trabajo, en la casa o en la calle no toma en cuenta que esa idea de ecuanimidad está sustentada desde el principio en un parámetro de desigualdad sistémica.
Pero no basta señalar el fenómeno: ¿en dónde nos situamos en el engranaje de la desigualdad? Es gracias a los feminismos que, Karen Ponciano, mujer ladina-mestiza (el término lo recojo de las reflexiones de la antropóloga Yolanda Aguilar (2019) en su libro Femestizajes: Cuerpos y sexualidades racializadas de ladinas-mestizas) en Guatemala con acceso a estudios universitarios, se cuestiona el privilegio de dedicarse a un trabajo intelectual, sabiendo que, para que el sistema siga funcionando, se sigue desplazando el trabajo del cuidado a “otras” mujeres, las más vulnerables. Para mantener el motor andando, el espacio del capitalismo debe limpiarse diariamente y esto continúa siendo, a nivel global, un trabajo con rostro femenino. ¿Qué tiene que ver esto con la violencia sexual? No estoy comparando nísperos con mameyes. Lo que quiero transmitir es que si decimos que la violencia sexual emana de un sistema de poder heteronormativo, no hay que perder de vista la intersección de los distintos mecanismos de dominación que el capitalismo ha construido en distintas geografías.
De masculinidades y punitivismos
Otro de los asuntos que quiero poner sobre la mesa es cómo hablar de justicia si el objetivo es desestabilizar el actual sistema de relaciones de género asimétricas. Presiento que, si consideramos el fenómeno del acoso sexual solamente bajo el lente punitivo, estaremos simplemente soslayando las dinámicas que reproducen estas formas de violencia. Estaremos, de hecho, centrándonos en una sola figura o en una sola lógica binaria (victimario-víctima) en detrimento de muchas otras. Y estaremos dejando también que lo punitivo –que es un mecanismo que debemos plantear y discutir– prime sobre el análisis de cómo opera el acoso y cómo desmantelamos estas formas de relación social enraizadas en la asimetría de género/poder.
Esto no es un asunto “privado”: es de carácter público y social. Poner únicamente el acento sobre lo punitivo nos impide cuestionarnos a profundidad las formas hegemónicas de construcción de masculinidades, mismas que, si bien se revelan a nivel individual, son inherentemente sistémicas. Y más allá de eso: ¿cómo y a partir de qué herramientas podemos poner en cuestión las relaciones de género sostenidas sobre la asimetría? Varias de las reacciones en las redes sociales revelan que a nosotras mismas nos cuesta diseccionar nuestros propios privilegios y nuestras posiciones en relación a los demás, desde el espacio íntimo hasta el espacio social, incluyendo el espacio laboral. Llevamos muchísimo discutiendo sobre ello en sociedades donde los tiempos legales de la justicia, con j minúscula, no concuerdan con los tiempos y las demandas impostergables de la mayoría de la población excluida. Discutamos en qué términos podemos entonces hablar de justicia con J mayúscula.
Por último, quisiera también proponer que no podremos hablar de justicia si no hablamos de cómo la violencia se enraíza en el devenir de las masculinidades en un entorno particularmente hostil. Escribía estos párrafos en referencia a otra forma de acoso: el acoso escolar. ¿Por qué tienen relación? Se trata de deconstruir nuestra aproximación al fenómeno ya que a las expresiones de la violencia y del acoso las hemos normalizado como parte de “ser hombre.”
Tampoco aquí podemos hablar de una dinámica individual sino social, por lo que poco pueden hacer, a largo plazo, las respuestas individualizadas. El acoso escolar no es otra cosa que la manifestación evidente de una sociedad en la que la impunidad es una constante en todos, absolutamente todos, los niveles. Son hombres, jóvenes, adolescentes, niños que han crecido o están creciendo en un entorno de impunidad, palabra que suena rimbombante pero que, en la realidad, corroe. Crecieron y crecen vulnerables, frustrados, enojados.
Aquellas personas que tenemos una visión distinta insistimos, aunque nos parezca cuesta arriba, en desmontar la violencia como co-fundadora de la masculinidad. ¿Cómo lo experimentan los niños y adolescentes? “Hay que saber los códigos porque sino estás perdido; devolvé el golpe, aunque te duela por dentro. Ya nunca más se vuelven a meter con uno”. “Aunque te duela por dentro”. Dice tanto. Las consecuencias para todos nosotros como sociedad son profundamente destructivas. No podemos quedarnos inertes porque también es un tema de salud mental colectiva. ¿Cómo girar la mirada hacia estas prácticas para sobrepasar lo anecdótico? Rilke escribía que la verdadera patria del ser humano es su infancia. Es una promesa que debemos mantener como sociedad. Cuando la violencia se erige como el pilar del devenir persona, estamos profanando esa patria, una y otra vez. No deberíamos pasar por alto los “aunque me duela”. Nunca.
Como señala Ana Amuchástegui (2006), no basta con conocer cuáles son los malestares, dolores o pérdidas asociadas a ciertas formas de masculinidad, sino también dar cuenta de la riqueza infinita de significados, prácticas y contradicciones que no se agrupan natural ni necesariamente bajo una identidad unitaria de género (el “ser hombre”). Queda, sin embargo, una pregunta en el aire y no podemos dejar de planteárnosla: ¿cómo trabajar sobre la opresión de género que viven los hombres sin negar ni desconocer el poder que ejercen sobre las mujeres? Esto implica, repito, conocer las relaciones de poder en las que unxs y otrxs estamos inmersos.
Ilustracion: Maritza Ponciano.
Fuente original: https://www.agenciaocote.com/geografias-feministas/?fbclid=IwAR2TdLTGaYMunrV070xUuIfOo4-hI4nOAoJnae9LxwRIY9Gnm4Pda9ZP8ME.